Jipitecas

De cualquier manera, por mucho que se esforzara el aparato represivo, ya no era posible parar la rebelión psicodélica. Tanto en México como en Estados Unidos, los jipis gringos llegaron a establecer incontables contactos con jóvenes mexicanos que en general eran afines y que, a pesar de la enorme diferencia entre ambos países, compartían una profunda insatisfacción ante los asfixiantes modos de vida, que bloqueaban la expresión libre y natural. Estos chavos mexicanos se dejaron el pelo largo y probaron los ácidos, pero también emprendieron las peregrinaciones a Huautla y Real del Catorce. De vuelta a las ciudades, llevaban las plantas de poder a sus amigos. O no faltaba la chaya buena onda que se hacía de amigos en Huautla, por lo que después le bajaban los hongos hasta su casa en la ciudad, de donde éstos se desparramaban en diversas direcciones.
Enrique Marroquín, sacerdote y antropólogo, autor de La contracultura como protesta, planteó que estos jipis mexicanos debían ser llamados “jipitecas” (jipis aztecas, jipis toltecas), para diferenciarlos de los jipis de Estados Unidos. La distinción es necesaria porque, si bien coincidieron en el gustito por los alucinógenos y en la experiencia estática, los mexicanos se identificaron con los indios, pues consciente o inconscientemente
comprendieron que ellos conocían las plantas de poder desde muchos siglos antes, lo que les confería el rango de expertos y de maestros. Además, aunque muchos jipitecas eran de clase media, güeritos y de tez blanca, pronto se incorporaron a la macicez numerosos grupos de chavos prietos y pobretones, que con el pelo largo parecían indios porque prácticamente lo eran: en ellos el mestizaje se había cargado hacia el sector indígena. En un país rabiosamente racista como México era una verdadera revolución que grandes sectores
de jóvenes se identificaran y se solidarizaran con los indios. Sólo durante el auge del muralismo, en los años treinta, había ocurrido algo semejante, pero en mucho menor escala, cuando grupos de intelectuales nacionalistas siguieron la moda Diego-y-Frida, y manifestaron su admiración por los indios. Pero en esa época el indigenismo estaba de moda.
Por supuesto, salvo excepciones, los jipitecas no establecieron una relación muy estrecha con los indígenas, pero jamás los vieron por encima ni trataron de manipularlos, sino que en buena medida se vistieron como ellos, pues les gustaban los huipiles, rebozos, faldones, huaraches, camisas y pantalones de manta, los jorongos, sarapes, collares y brazaletes. Admiraron sus artesanías y después las aprovecharon como punto de partida para crear un estilo especial, inconfundible, de artesanía jipiteca. También les gustaba viajar con sus alucinógenos en las pirámides de Teotihuacan, Tula, Xochicalco o Monte Albán, para estar inmersos en una atmósfera sagrada. En las grandes ciudades, especialmente la de México, también surgieron grupos de
jipitecas que viajaban y se atizaban en sus casas y deptos, decorados a base de carteles o “posters” de rocanroleros o de diseños sicodélicos. También les gustaban los mandalas y los dharma seals (adheribles para pegarse en ventanas o cristales cuyo diseño se encendía a trasluz); o las lamparitas de luces sicodélicas, intermitentes o giratorias. Y los móviles. Toda la atmósfera conspiraba para pasar al otro lado y ya debidamente hasta la madre salir a rolaquearla. A los que les gustaba el rock en vivo iban a los cafés cantantes de fin de la década (Schiaffarelo, A Plein Soleil, Hullaballoo), o a los clubes nocturnos con show
rocanrolero (Veranda, Champaña a Go Go, Terraza Casino) para oír a los viejos y nuevos grupos, como Javier Bátiz y los Finks, los Dug Dugs, Peace and Love, los Tequila, los Sinners. En el Champaña a Go Go se presentaba un trío de jipis (Antonio Zepeda, Luís Urjas y Mischa) que se decían patafísicos; ya de madrugada se reventaban un show de pachequez absoluta en el que se convulsionaban como epilépticos dostoyevsquianos mientras Bátiz y los Finks a su vez improvisaban ruidos locos. Este espectáculo se llamaba
El inconsciente colectivo. En Acapulco los sicodélicos oían al Pájaro y Love Army en el Whiskey a Go Go. En Tijuana, a los TJs. Las jipitecas para entonces usaban minúsculas minifaldas o faldones indios o hindúes, por ningún motivo se ponían brasier y tampoco se maquillaban, ni se rasuraban las axilas o se depilaban las piernas. Los hombres usaban pantalones acampanados, chalecos de piel sobre el torso desnudo o camisas de indio. Andaban descalzos o de huarache, o sea: eran patancha, muy andados.
En 1967, el bello Parque Hundido de la ciudad de México tuvo una fugaz condición de centro jipiteca, donde los chavos se atizaban, meditaban, hacian yoga, conectaban o intercambiaban ondas, ¿ya oíste a Vanilla Fudge?, ¿ya leíste Vida impersonal?, ¿o El Kybalion? Un día se les ocurrió organizar una especie de “be-in”, que en México más bien tuvo características de mitin de oposición. Se reunieron varios cientos de greñudos y oyeron los rollos de Horacio Barbarroja, de Darío el Pintor, de Gagarín el de la Lira y de Juan el de las Flores. Todos sentían que la represión estaba en el aire y procuraban no dar motivo para que los macanearan. Sin embargo, la policía no necesitaba razones y procedió a dispersarlos. Los macizos, cuya ingenuidad era proverbial, muy correctos pidieron tiempo para recoger la basura que habían tirado, y después de barrer y trapear las honduras del parque, a la voz de “Ah together now”, la canción de los Beatles, se reagruparon en Insurgentes y marcharon, cantaron y dieron flores a peatones y automovilistas. Al llegar al
Angel de la Independencia los granaderos los recibieron a macanazos.
A partir de ese momento se incrementó la represión antijipiteca.
En todo caso, las autoridades mexicanas, como antes los reporteros de Excélsior, mostraron una particular fobia hacia los jipiosos. Los arrestos tenían lugar sin motivo alguno, simplemente porque los agentes veían a jóvenes con el pelo largo.
Los rapaban, los golpeaban, los extorsionaban y después los consignaban por “delitos contra la salud”. De 1968 a 1972 la crujía Efe de la cárcel de Lecumberni acabó como la de Teotitlán: con hongos, flores, signos de la paz, murales sicodélicos y rock pesado en los altavoces del patio. Sus nuevos inquilinos eran los presos macizos, que con el tiempo fueron decenas de miles. Por supuesto, era un error grave encarcelar a los macizos, porque aunque violaban la ley al fumar mariguana y algunos la traficaban, en realidad no eran delincuentes, o lo eran de un tipo muy especial, y en todo caso requerían un tratamiento de otra naturaleza, pues en la cárcel eran expuestos a los delitos más graves y existía la posibilidad, que no se dio mucho, de que se volvieran verdaderos criminales.
Los jipitecas eran perfectamente conscientes de su rechazo al sistema y algunos de ellos también creían que podían cambiarlo a través de los alucinógenos (el lugar común: vaciar LSD en los grandes depósitos de agua de las ciudades). En tanto, había que vivir de algo. Algunos eran artistas, pintores y músicos sobre todo. Otros hacían artesanías. Unos más jipeaban a gusto con dinero que aún les daba papito. Por supuesto, había
profesionístas jóvenes. Otros tenían oficios: eran mecánicos, sastres, técnicos de electrónica. O empleados. Hasta sobrecargos de aviación. Todos ejercían sus habilidades en medio de los viajes y el rocanrol. Pero otros más estaban empecinados en la hueva y la pasadez total y malvivían del taloneo (que era pedir limosna a la gente, un cualquier-cualquier) y de los demás jipis, que los alivianaban un rato y después los
mandaban a volar. Esto hacía que hubiera jipitecas muy gandallas. Una buena cantidad se dedicó al dilereo: vender mariguana, ácidos, hongos, mescalina, silocibina, hashish, cocaína, velocidad, lo que fuera. Lo hacían convencidos de que llevaban el alimento para la cabeza, el vehículo para que los demás se prendieran y se les quítara lo fresa; se decían muerteros porque “mataban la personalidad chafa para que naciera el hombre nuevo”, además, decían, alguien tenía que hacerlo, ¿por qué no ellos? Se lanzaban a las faldas del Popocatépetl, del Iztaccíhuatl o del Pico de Orizaba; también se internaban en las sierras oaxaqueña, guerrerense, michoacana, jalisciense, y regresaban al Deefe cargados de kilos de mariguana que revendían con excesivas ganancias. Otros se lanzaban a San Francisco y compraban ácidos de Owsley en un dólar (aunque muchas veces les regalaban el LSD) y después los revendían en cuatro. No faltaron los jipitecas que se pusieron más ambiciosos y trataron de expanderse llevando mariguana a Estados Unidos, where the real money wos, pero acabaron en Lecumberri y realmente nunca hubo una verdadera mafia de jipis traficantes.
La forma de hablar de los jipitecas era muy sugerente, un caló que combinaba neologismos con términos de los estratos bajos, carcelarios, y se mezclaba con coloquialismos del inglés gringo, así es que se producía un auténtico espanglés: jipi, friquiar, fricaut (freak out), yoin (joint), díler (dealer), estón o estoncísimo (stoned), jai (high). Algunos de los términos eran totalmente nuevos (chido, irigote) o, si no, añadían nuevos sentidos a
palabras existentes, pues denotaban cosas, condiciones o estados que no se conocían, o con el significado que adquirían después de la experiencia sicodélica (la onda, agarrar la onda, salirse de onda, ser buena o mala onda, el patín, las vibras, azotarse, aplatanarse, alivianarse, friquearse, prenderse, atizarse, quemar). En buena medida los sicodélicos sentían que estaban inventando el mundo y que debían volver a nombrar las cosas. Jugaban mucho con las palabras. Se decían “maestros”, o “hijos”, como obvio pero irónico signo de
paz, amor y familiaridad, y utilizaban en abundancia las mal llamadas malas palabras, así es que, entre groserías y caló, lo que después fue llamado “lenguaje de la onda” en momentos podía ser un verdadero código para iniciados. A veces la decodificación era muy fácil, como cuando se puso de moda hablar al revés (“al vesre”), lo cual consistía en invertir las palabras bisílabas y en desplazar al final la primera sílaba de las trisílabas pero ciertamente podía ser más hermético cuando se refería a la droga (no eran nada pendejos). Todo mundo hablaba de astrología. Lo primero que se preguntaba era “¿cuál es tu signo?”, o “a que te adivino el signo”. A veces no se mencionaban nombres sino que se decían cosas como “llegó la géminis con un tauro, y la capricornia se salió de onda”. Los jipitecas tenían su carta astrológica y con ella querían medir con precisión su ingreso en la Era de Acuario, el eón que dejaría atrás la fe ciega de la Era de Piscis para que los misterios se revelaran. La nueva era no empezaba a funcionar a una hora exacta, aunque técnicamente se iniciaba en el 2001, sino que se trataba de algo individual: había quienes “entraron” en la Era de Acuario desde el siglo diecinueve y a lo largo del veinte, y otros sin duda seguirían en la Era de Piscis ya bien avanzado el siglo veintiuno. Aparte de que veían a la astrología como una fascinante muestra de tipos sicológicos, les gustaba porque era irracional, mágica. Naturalmente, con esto se inició lo que en los ochenta y noventa fue un auge astrológico.

Algunos se reunieron para formar comunas rurales, porque teman una elevada conciencia del deterioro ambiental en las ciudades y preferían “la onda no-esmog”. De esta forma se inició la conciencia ecológica que se manifestó con fuerza en todo México a partir de los años ochenta. Los chavos querían integrarse con la naturaleza y bastarse por sí mismos para romper la enajenante dependencia al sistema; como podían, cultivaban, cosechaban sus verduras y usaban fertilizantes naturales al compás del rocanrol mientras viajaban con LSD, hongos o peyote, o fumaban mariguana (siempre fumaban mariguana), liada en cigarros, en pipas comunes o de agua, o en hookahs. Por supuesto, ellos mismos la cultivaban. No había líderes formales, aunque siempre predominaba una personalidad, y todos se quitaban la ropa a cada rato; eran muy liberales en cuanto a la fidelidad de las parejas; los niños eran un poco hijos de todos, porque se trataba de experimentar un nuevo concepto de familia. También hacían artesanías: ropa de piel o de tela colorida, objetos de chaquira, collares, pulseras, matabachas, etcétera. Casi todos se inclinaban por el
vegetarianismo y el naturismo.

Las comunas jipitecas funcionaron accidentadamente durante algunos años, y en los años setenta se volvieron urbanas, pues los integrantes renunciaron al ideal de los pequeños núcleos humanos que se autoabastecen en la medida de lo posible y que crean sus propias reglas de comportamiento. Entre las más notorias se hallaba la de los chavos adinerados que se conoció como Hotel Gurdieff; la de El Vergel, en el valle de Oaxaca, capitaneada por Margarita Dalton, hermana de Roque Dalton y autora de la novela Larga sinfonía en D, en cuyas siglas también se lee LSD; Arcóiris, de Uruapan, y la de Huehuecóyotl en Amatián, en las alturas de Tepoztlán, la única que no sólo logró sobrevivir hasta los años noventa sino que se volvió próspera.

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